lunes, 21 de agosto de 2017

De eclipses y cegueras



Borges comenzó a cumplir su destino más pronto que tarde: a los cuatro años ya sabía leer y escribir, a los seis escribió su primer relato, La visera fatal, inspirado en páginas del Quijote.

CECILIA  KÜHNE

En un mundo ideal, luminoso y perfecto, tal y como se lo imaginó Jorge Luis Borges, el paraíso sería una biblioteca. Los árboles y las flores puros libros, con animales que hablaran sólo con palabras y frutos prohibidos que serían los ejemplares situados en el anaquel más alto, volúmenes únicos, escrituras antiguas y extraordinarias, tomos cuya lectura no podría hacerse aprisa pues cambiarían la vida rápida e irremediablemente.

Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Jorge Luis Borges, como sucede con todos los genios, comenzó a cumplir con su glorioso destino más pronto que tarde: a los cuatro años ya sabía leer y escribir, a los seis escribió su primer relato, La visera fatal, inspirado en páginas del Quijote; al año siguiente esbozó en inglés un ensayo sobre mitología griega y a los nueve tradujo El príncipe feliz, de Oscar Wilde. Aquel texto, apareció publicado en el periódico argentino El País, firmado simplemente como: Jorge Borges.

No hace falta decir que ya nunca se detuvo, que su obra es fundamental en la literatura y en el pensamiento humano, que trasciende cualquier clasificación, excluye todo tipo de dogma y resiste toda crítica. Y que además sigue despertando tentaciones: la de imitarlo, encontrarle algún secreto, leerlo de cabo a rabo, saber todo de su obra y de su vida, aprender de memoria su poesía completa y hasta de ignorarlo olímpicamente y a propósito. Pero lo cierto es que ninguna voz vale más que la suya. (y miren que todavía Borges solía decir, con (falsa) modestia: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí sólo me enorgullecen las que he leído”).

Tanto se ha dicho sobre Borges que el rosario de pretextos para justificar la ignorancia o indiferencia hacia sus libros es largo. (“Es muy complicado”, “no me interesa la poesía”, “odio a los argentinos”). Pero ya sabemos. La verdad es que provoca una combinación de miedo, indolencia o flojera de la más pura y buena. Pero le aseguro, no tenga ninguna duda, que cuando se acerque a Borges las cosas antes aterradoras adquirirán belleza y gracia. Los tigres, los espejos y los laberintos ya no serán amenazantes. La referencia a culturas en otros idiomas tampoco. A partir de ahí no será difícil darse cuenta de otros amores de Borges y de que su suprema pasión fueron los libros por supuesto y definitivamente, no sólo por su contenido, ni por aquella obsesión que tenía de leerlo todo; los libros porque —en una suprema imagen poética— era verdad que lo más cercano al Paraíso para él era una Biblioteca. (Y lo más próximo al infierno alguien que no leyera nunca).

Es quizá Augusto Monterroso, en su libro Movimiento Perpetuo quien mejor ha descrito su encuentro con Jorge Luis Borges:

“Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como para acercarse más de lo prudente a un abismo.”

No ha faltado tampoco quien diga que, si existiera una biblioteca en el Paraíso, el primer libro del primer estante sería El Aleph, una de las obras más ilustres del argentino y además la primera letra del abecedario hebreo, un signo que indica la primera reunión de todo lo existente, un espejo que refleja todo.

Los críticos y estudiosos subieron el tono del discurso y ensayaron mil teorías sobre El Aleph: que, si era una metáfora de las posibilidades que el hombre tiene para alcanzar conceptos metafísicos, una receta para encontrar el sistema de inventarios de todo lo que es, lo que hay y lo que habrá... en fin, la llave para encontrar todo lo que nos ofrece el Universo entero en 145 páginas.

Borges, al respecto era indiferente. Le parecía insuficiente el acto de nombrar las cosas con palabras, porque creía que “el todo” era inabarcable: “Si acaso sólo podíamos hacer informes parciales” dijo alguna vez. Y entonces uno se pregunta: ¿Cómo es entonces que Borges logra en sus cuentos, poemas y ensayos tan perfectas combinaciones de palabras? ¿Cómo, es que, estando ciego, pudo hablarnos de tantas luces y matices? (No hay que pensar demasiado en ello, lector querido, podríamos asustarnos otra vez y ya sabemos que tal estado no conviene en días como cuando está pronosticado un eclipse).

No fue en un texto, pero sí en una conferencia donde Borges hablo del tema. Tomó la palabra y dijo:

En el transcurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se prefiere lo personal a lo general; lo concreto a lo abstracto. Por consiguiente, voy a empezar refiriéndome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, ceguera parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde, puedo descifrar el azul. Sobre todo, hay un color que no me ha sido infiel, que me ha sido leal, que me ha acompañado siempre y es el color amarillo. Recuerdo que de chico (si mi hermana está aquí lo recordará también) yo me demoraba ante una de las jaulas del jardín zoológico en Palermo y era precisamente en la jaula del tigre y la del leopardo. Yo recuerdo que me demoraba ante el oro y el negro del tigre hasta el atardecer y, aún ahora, el, amarillo sigue acompañándome. Y he escrito un poema titulado El oro de los tigres en que hablo de esa amistad del amarillo conmigo, como siempre estuvo el amarillo conmigo. Precisamente, uno de los colores que los ciegos (o en todo caso este ciego) extrañan es el color negro y el color rojo. Esos son los colores que nos faltan. A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en ese mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego. Yo hubiera querido reclinarme en la oscuridad, apoyarme en la oscuridad. Y el rojo también que se supone que es un color más vivo- ha desaparecido para mí; lo veo como un vago marrón. De modo que el mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre, de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos y sonrientes y valerosos y yo espero morir así también. Pero no sé, se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor y yo sé que fueron más valientes que yo”.

Dicen que cuando terminó la conferencia todo era diferente. Muchos se fueron, deslumbrados, a comprar libros de Borges y alguien oyó que el escritor decía: “El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto”.

Fuente : El Economista  -  México


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