miércoles, 3 de agosto de 2016

Borges, el palabrista/2




Una imperdible charla sobre pecados capitales en España. El destacado escritor reconoció su "odio" contra Perón y Rosas. Qué dijo de Hitler.

 Esteban Peicovich

El lunes 21 de abril de 1980, sintiéndose solo en la trastienda de una sastrería de Madrid, Borges parecía beatífico y feliz. Acababa de probar, con éxito, el jacquet que vestiría en Alcalá de Henares para recibir de manos de un rey el premio Cervantes. Apoyado en un báculo de bambú negro comprado en Chinatown por dieciséis dólares, su rostro de inocencias y dudas sugería la imagen de la luna. Cuál fue la emoción que lo envolvió y apagó su “grave pecado” de no haber sido feliz, no lo sé. Pero de pronto, así como así, sus labios se movieron y del tarareo pasó a cantar en voz alta lo que parecía sonar a una milonga.

“Sí, milonga rioplatense. Se llama “Los orientales”.- aclaró cuando volvimos al hotel. Ya en el bar, la obviedad de los primeros instantes dejó paso a las sorpresas.

-B: El café parece que no aparece, ¿no?

-Aquí se lo traen... pero con la mitad de café, ¿le ponemos la otra mitad de leche?

-B: Sí, con leche, sí. Medialunas no han traído, ¿no?

–Han traído, sí. Aquí la llaman “croissant”.

B: Cuando yo era chico mi madre decía “croissant”. Luego quedó “medialuna”. Porque “croissant” es una palabra fina, que correspondía a las confiterías. Después, en las lecherías, ya no podía llamarse “croissant”. Que es lo mismo. Luna creciente o media luna, es igual.

--¿Y usted qué opina, Borges, de los famosos pecados capitales?

B: Stevenson decía que los siete pecados capitales eran uno solo: la crueldad. El pecado contra el Espíritu Santo. Los demás no tienen importancia.

–Sin embargo la crueldad no está entre los siete. Y sí, la pereza. ¿Cómo se lleva con ella?

B: Yo creo que he trabajado tanto porque soy muy haragán.

–¿Y con la envidia?

B: No, nunca. Por ejemplo, he estado enamorado y he sabido que otra persona amaba a la misma mujer que yo. Y yo pensaba, en fin, esto nos une. Los dos nos damos cuenta de que esta mujer es admirable y él debe sentir amistad por mí y yo sentir amistad por él. La idea de la rivalidad, de los celos, de la envidia, es horrible. Pero fíjese que cuando he confesado esto me han dicho que no, que es un bizantinismo, que es una paradoja, que eso no puede ser.

–A mí me parece una belleza.

--B: ¿Cómo dice? Usted es la primera persona que no se escandaliza. Me alegra, sabe. Porque si yo quiero a una mujer y otro hombre la quiere también, quiere decir que nos parecemos de algún modo, ¿no? Nos encontramos en lo mismo. Es como si alguien dijera que le gusta el álgebra, pues a mí también; o la literatura, y a mí también; fulana de tal, a mí también. Eso nos une. digo yo.

–¿Cuál ha sido el pecado de gula de Borges?

B: La gula sería, a ver... los copos de maíz, el café y el dulce de leche. También el de guayaba. En general me gusta la comida seca. La comida mojada no me gusta.

-–¿El vino sería una comida mojada?.

B: No, yo no he bebido mucho vino. Cuando joven me gustaba el ajenjo. No me gustan las salsas. Sí el arroz, las uvas. Las uvas son como una purificación. En Japón encontré uvas dobles de las nuestras, con gusto a vino, riquísimas. Y las mandarinas son un prodigio. Sin semillas, y uno puede comerse la cáscara. Las bananas también son riquísimas en el Japón. Mejor dicho, los plátanos, porque banana es una palabra tosca. Me gustaba, como le digo, el ajenjo, que produce una alegría liviana... Cuando era chico lo bebían los compadritos en los almacenes. Cuando vivía en Mallorca tomaba hasta tres copas de ajenjo; después salíamos a escalar la montaña y gracias al ajenjo, yo me agarraba de las grietas y ascendía bastante bien. La embriaguez que nos producía era muy liviana, si no nos hubiéramos matado antes de llegar a la cumbre. Era en Valdemossa. Subíamos con un pintor sueco y un cordobés, también pintor, Octavio Pinto.

–¿Usted sabe que cerca de Valdemossa vive Robert Graves?

B: ¡No me diga! Un gran poeta. Compré sus Obras completas. Buscaba un poema lindísimo que parece que él eliminó de sus obras. Ese poema merece ser muy antiguo, merece no ser contemporáneo, merece ser algo que los hombres han soñado durante mucho tiempo. El argumento es este: Alejandro de Macedonia no muere en Babilonia sino que se extravía de su ejército y va errando por una geografía desconocida; ve una claridad, es un campamento. Hay hombres de piel amarilla y de ojos oblicuos, tártaros, chinos. Entonces, ya que su oficio es ser soldado, él entra y se alista en ese ejército. Pasan muchos años, hace la guerra; no le importa ser jefe, siempre es soldado; y un buen día, como pago del trabajo de guerrear distribuyen monedas. Es un hombre anciano ya y se queda mirando una de las monedas. Está allí, viejo, rodeado de tártaros o chinos y entonces dice: “Claro, es la moneda que yo hice acuñar para celebrar la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia”. Su victoria contra los persas. Pero él dice: “Cuando yo era”. Claro, él ya es otro, un soldado perdido allí entre los chinos o los tártaros. Este poema merecería estar en Las mil y una noches o en Plutarco y sin embargo, qué raro, Graves lo eliminó. Es extraordinario. Haber inventado ese poema es haber inventado todo.

–¿Y cuál ha sido su pecado de soberbia?

B: No creo, no. Cuando converso con alguien siempre trato que el interlocutor tenga razón. La idea de una discusión es errónea. Los chinos dicen que no hay que discutir para ganar, sino para dar con la verdad. La idea de ganar es horrible. Por eso aquí, en Madrid, en las tertulias del café Colonial, Cansinos Assens impuso la costumbre de que no se hablara de ningún contemporáneo para que no se hablara mal de nadie. De modo que uno podía mencionar a Virgilio o a Platón, pero no a Gómez de la Serna o a Unamuno.

–¿Cometió alguna vez el pecado de avaricia?

B: Creo que ha sido el de no prestar libros para que no se quedaran con ellos.

–¿Y el de lujuria?

B: Creo que sí. Bueno, no sé si es un pecado. Creo como Stevenson que no es un pecado. Haber deseado bastante, querido mucho a la mujer, no es pecado. ¿No?

–¿Y si hablamos de la ira?

B: No. Xul Solar decía que era una pobreza mía el no enojarme. Porque yo me entristezco en lugar de enojarme. Hace bien desahogarse. No, ira, no. O tal vez sí, tres veces, cuando eché a los estudiantes de la clase por querer interrumpirla. Pero yo pensaba que eso no era personal, que tenía que defender la cátedra.

–Y una de esas veces defendió precisamente a Coleridge. Ellos llamaban a una huelga en apoyo a obreros portuarios...

B: Claro. Es cierto. Y les dije: ¿Qué tiene que ver Coleridge con el puerto de Buenos Aires?“

–Y…¿tuvo acaso un octavo pecado suyo, inventado por usted para usted?

B: Y, bueno, yo he sentido odio por dos personas. Por Perón y por mi lejano pariente, Rosas. Y por nadie más que yo sepa. En el caso de Hitler no era odio. Decía yo, qué raro que este hombre que es un genio militar sea al mismo tiempo un loco. Me decía, por ese entonces, que si yo fuera Hitler echaría del país a quienes no tuvieran sangre judía. Hubiera sido más inteligente, ¿no? Mi padre, que era lúcido, decía siempre (un poco por el orgullo de la sangre inglesa de mi madre): “Pero al final ¿qué son los ingleses...? Si no son nada más que unos chacareros alemanes”.

–Si todo pudiera ser sintetizado en uno solo argumento, un solo tema, ¿cuál sería su tema?

B: Quizá todo lo que yo escriba esté basado en el hecho de la confusión de la personalidad. De que un hombre sea él, sea otro, sea todos. La búsqueda de lo único. Puede ser eso. Y ése sería mi único capital.

–Usted sabe que estos días no lo veo cometiendo “el peor de los pecados”. Todo lo contrario: lo veo feliz...

B: Es que estoy muy feliz. En Buenos Aires mis días son siempre iguales. Y además, los españoles son tan generosos conmigo...

–¿Hacia dónde va el hombre, Borges? ¿Hacia Abel o hacia Caín?

B: Me parece que no necesita ir. Ya ha llegado a Caín.


Fuente : Perfil.com

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