sábado, 6 de julio de 2013

ENCUENTRO DESCONOCIDO CON JORGE LUIS BORGES





Por Pablo R. Bedrossian

“Los católicos (léase los católicos argentinos) creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo ocurre lo contrario: me interesa y no creo”

Jorge Luis Borges


10 de septiembre de 1984.

-  ¡Hola! Con Jorge Luis Borges, por favor.

-  Borges habla.

-  Mucho gusto. Soy un joven lector que desea  conocerlo.

-  ¿Tendría Ud. Inconveniente en acompañarme a dar  un paseo? El médico me recomendó caminar treinta cuadras por día.

-  Cómo no.

-  Véngase que lo espero.

De inmediato me dirigí a su departamento ubicado en la calle  Maipú 994, 6o piso, departamento B, a pocos metros de la plaza San Martín, en el corazón de Buenos Aires.

Cuando llegué estaba desayunando. En el saludo reconocí la  voz trémula y pausada que tantas veces había oído por radio o por televisión, y que aquella mañana me había respondido por teléfono.

Frente a mí estaba un anciano ciego sumamente cortés y de gestos sencillos. Las arrugas sobre la frente rosada delataban el paso de los  años. No sin asombro advertí que ese hombre era parte de la historia del país,  que era el símbolo por excelencia de las Letras argentinas y que, además, era  el creador de una obra tan sublime que ya no le pertenecía: se había hecho  universal y, en consecuencia, pertenecía a todos los hombres.

Un corresponsal  de la agencia de noticias ANSA lo entrevistaba debido a la proximidad de un viaje a Italia. Aproveché para observar la apacible habitación. Había una vasta
biblioteca ocupada por los voluminosos tomos de una antigua enciclopedia en castellano, otras cuyos anaqueles estaban poblados por obras en inglés, francés y alemán, y en un rincón, una tercera, con títulos en los mismos idiomas. El cuarto no presentaba una ornamentación excesiva; sólo algunos cuadros con imágenes de sus antepasados o de contenido fantástico y unos pocos de los  premios recibidos.

El periodista al despedirse dijo:

-  En Roma nos vemos con el “Polaco” (en alusión a  Karol Wojtyla, el papa Juan Pablo II).

-  Está equivocado. No pienso ir a verlo… Debo ser
el único.

-  Yo tampoco iría a verlo.

Mi intervención los sorprendió. Borges preguntó:

-  ¿Por qué?

-  No soy católico. Soy cristiano y asisto a una iglesia evangélica.

-  ¿A cuál?

-  A una bautista.

-  ¿Ud. sabe? Tenía una abuela protestante. Un bisabuelo mío era pastor metodista. Además -refiriéndose a la iglesia  católica-, eso de la salvación por las obras nunca lo entendí.

Luego entró una mujer de aspecto europeo  y le entregó la traducción de uno de sus
libros a una lengua nórdica. Finalmente iniciamos la caminata.

Con Borges por la calle  Florida

Una mañana luminosa nos encontró caminando por la calle  Florida. Mientras con su mano derecha se aferraba a un pintoresco bastón que le  habían regalado en la provincia de Misiones, con su brazo izquierdo se tomó  fuertemente de mi brazo derecho.

-  Téngame fuerte –me dijo- que ando medio  “tembleque”.

-  Don Jorge…

-  Por favor, llámeme Borges.

-  Borges, cuántos personajes vivirán dentro suyo.

-  Se equivoca. Soy yo en diversos estados de  ánimo. Pero, joven, hábleme de su iglesia.

Aunque  sabía de su dilatado interés en todo lo atinente al terreno teológico, la
insistencia me sorprendió. Más aún cuando recién iniciábamos el diálogo.

-  Mire, nosotros no creemos en una religión sino en una persona: Jesucristo.

Allí mismo le hablé del amor de Dios, del arrepentimiento y la fe.

-  Y Ud., Borges, ¿en qué cree?

-  Bueno, yo soy ateo.

-  Déjeme preguntarle de otro modo. ¿Cree en una vida eterna?

-  No.

-  ¿Cree en la resurrección de Jesucristo?

-  Tampoco

-  ¿Y en Jesucristo como ser histórico?

-  Desde luego. Si no, tendría que pensar que los cuatro más grandes escritores de la antigüedad fueron cuatro novelistas.

Conocía muy bien su obra y jamás había leído o escuchado de él esta sentencia. Ambos sonreímos. Obviamente la novela era un género desconocido en dicha época.

Entre tanto la gente se detenía para mirarnos o saludarlo. Un joven fotógrafo comenzó a disparar su cámara insistentemente. Borges le preguntó a qué medio pertenecía. Cuando respondió “Editorial Atlántida”, el anciano comenzó a lanzar furibundos bastonazos ante el asombro del fotógrafo que huyó raudamente. No sin amargura declaró.

-  Son unos estafadores.

La charla fue progresando por diversos caminos. Hablamos de los pueblos: La cortesía de los japoneses, el sufrimiento de los armenios y los problemas argentinos

Pero una y otra vez volvíamos al tema del evangelio. Allí  mismo le relaté mi experiencia de fe.

-  Pero, Ud., joven, no se convirtió en ese  momento.

-  ¿Cómo?

-  Pienso que en realidad fue un proceso.

-  Sin embargo -le aclaré-, lo esencial es que en  ese momento tuve conciencia: En ese instante comprendí lo que Cristo había  hecho por mí.

Nuestra conversación iba adquiriendo un sentido  trascendente.

-  ¿Sabe, Borges? Platón dijo: “Fácilmente perdonamos a un niño que le teme a la oscuridad. La gran tragedia de la vida es  que los hombres le temen a la luz”.

-  ¡Qué lindo!

-  Pero Schweitzer dice algo más terrible al respecto: “La gran tragedia de la vida es lo que muere dentro del hombre mientras él vive todavía”.

-  Es cierto. ¿Sabe? Yo ahora hago todas las cosas  como si fueran la última vez. Cada acto es una despedida.

Hombres y mujeres que se acercaban para expresarle su cariño interrumpieron nuestro diálogo infinidad de veces. Una señora mayora exclamó emocionada:

-  ¡Maestro! ¡Maestro!

-  No me llame maestro. Maestros son los clásicos.  A mí llámeme simplemente Borges.

Al mencionarle el alto afecto de la gente, y en tono de confidencia para exagerar el sarcasmo dijo:

-  Es un secreto. Contraté a una agencia de publicidad. Por favor, no se lo cuente a nadie.

-  ¿No se cansa de atender a tanta gente?

-  Me parece -confesó en con resignación- que a la  agencia de publicidad le pagué demasiado…

Los libros y la memoria

Llegamos a “El Ateneo”. En la distinguida librería recibieron a Borges como un prócer o mito viviente. Nos rodeó una veintena de empleados que lo saludaron con esmerado respeto. Borges quería un libro de sonetos de Enrique Banchs para una antología que estaba preparando.  Aproveché para regalárselo y, con una desvergüenza propia de un alucinado, le escribí una dedicatoria.

Emprendimos el regreso subiendo por la avenida Corrientes y luego por la calle Maipú. Los temas de conversación eran variados y sus opiniones los hacían interesantes. Hablamos de Emerson y Withman, de la cultura universal y la nacional, de libros y editores, del Buenos Aires antiguo, de algunos de sus cuentos. Al pasar por la esquina de Maipú y Tucumán dijo:

-  Yo nací a dos cuadras de aquí. En ese entonces no había casa de altos.

-  En sus libros, Ud. manifiesta un amor muy grande por la vieja ciudad y un conocimiento profundo de la vida en las orillas y en  los arrabales.

-  Sí. La secta del coraje. Eso era anterior a la Ley Sáenz Peña. Los cuchilleros que nombro eran hombres de caudillos conservadores. Entre la ex Penitenciería de la avenida Las Heras, la Recoleta y el río había una zona brava denominada Tierra del Fuego. También del otro lado del arroyo Maldonado, a la altura de Coghlan y Saavedra, había otro territorio que los malevos llamaban la Siberia.

-  Recién nombró la Recoleta. La menciona  frecuentemente en sus poemas. ¿Tanto le gusta?

-  No crea. El otro día fui a caminar por el cementerio. Allí descansan los restos de mis padres. En ese momento pensé: ‘si mis padres están en algún lugar seguro que no es en este sitio donde todo es polvo y corrupción’.

-  Borges, Ud. cree en Dios.

-  No, yo soy ateo.

-  Sin embargo, Ud. vive perseguido por la idea de Dios. Es una obsesión que revela en casi todos sus cuentos. La cuestión es que no basta con creer. Eso no le sirve de nada si no hay una experiencia de fe, una entrega,

Llegamos a su casa. Me hizo pasar nuevamente antes de la despedida.

- Cuando quiera, vuelva a llamarme.

Lo miré por última vez como quien mira un recuerdo antiguo, próximo y querido. Me fui pensando en aquel escriba del que Jesús dijo que no estaba lejos del reino de Dios, y me pregunté si, aún en el ocaso de su vida, Borges se animaría a entrar.

Epílogo

Publiqué este diálogo en El Expositor Bautista de agosto de 1986. Borges había muerto en Ginebra en junio de ese año. Cuando nos encontramos él tenía 85 años, y yo apenas 25.

En esta edición 2011 agregué al texto original algunas notas que recuperé de mi diario, sabiendo que otras que se habrán perdido para siempre. Sin embargo, quiero rescatar algunos detalles. Omití mencionar, por ejemplo, que antes de salir a caminar Borges desayunó, luego se fue afeitar, y que inició nuestro diálogo sentado en su sillón. También que cada vez  le hablaba de su obra se mostraba esquivo, pero cuando mencionaba la de otros se conmovía.

La frase más extraordinaria, y que no he encontrado en ninguna de sus obras ni en sus declaraciones, es la referida a los evangelistas (los autores de los  evangelios).

Lo que presento es la  médula del encuentro y el epígrafe con que la encabezo se encuentra en su ensayo “Leslie D. Weatherhead: After Death”, en su libro “Discusión”, incluido  en las Obras Completas 1923-1974, 13ª impresión, pg.282.

Fuente : Pablo Bedrossian


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