miércoles, 18 de julio de 2012


BORGES Y REYES: NOTAS SOBRE UN ENIGMA (*)



Fernando Báez
Universidad de los Andes

Sé que hay varios modos de contar esta historia, pero por razones que no vienen al caso, elijo hacerlo en la forma más personal posible, porque a fin de cuentas no he querido hoy ofrecerles una disertación sino una confesión de lector, de un lector que lleva, perdonen que confunda la intimidad con la estadística, catorce años de la mano con los libros de Borges. Lo que importa, para decirlo de una vez y para siempre, es que hace unos años, muy pocos o demasiados (depende de la distracción con que se mida), descubrí un enigma en la vida y en la obra de Borges que agradecí porque me obligó a repensar mi propio destino como escritor.

Todo comienza en 1996. Ese año, en Caracas, pude leer, en la Biblioteca Nacional, tras una búsqueda desesperada que alarmó a dos o tres bibliotecarios, las primeras ediciones míticas de los libros iniciales de ensayos de Borges. Quería verlos, oler sus páginas (acaso uno como buen lector no quiere perder ni el olor de los libros), gustar de esa tipografía de las imprentas argentinas de la época, disfrutar de las erratas. Comenté esa lectura, como suelo hacerlo, con Napoleón de Armas, profesor universitario, dueño de la colección borgiana más completa del país. Fue Napoleón el que me reveló el enigma que plantean esos extraños volúmenes. Basta, me indicó mi amigo en su biblioteca, con que se haga una comparación entre los ensayos incluidos en los primeros libros de Borges y en los que comenzó a escribir en los años 30 para notar un giro brusco en materia de estilo, que no de contenido. Con amabilidad, y con cierta tolerancia cálida, con esa autoridad que da saberse dueño de un eje del universo, Napoleón supo hacerme ver que ese giro escritural de Borges resume, de alguna manera, por sí solo, todo un proceso literario universal e inicia la mejor prosa del siglo XX, prosa que es, ante todo, filosófica. La obra de Borges, se sabe, es tan vasta, que en cualquier página que uno se encuentre, siempre se está en las orillas. Cada párrafo, cada línea, es una coartada, una galería de espejos. Borges, sin embargo, toda su vida renegó de un sector de su obra, especialmente de "Inquisiciones" (1925), "El tamaño de mi esperanza" (1926) y "El idioma de los argentinos" (1928), escritos, como él propio autor lo confesó, a la manera de un escritor barroco del siglo XVII y con un diccionario de argentinismos en la mano izquierda. En "An Autobiographical essay" de 1970, Borges fue tajante en su rechazo: "Tres de las cuatro colecciones de ensayos -cuyos nombres es mejor olvidar-nunca permití que fueran reimpresos. De hecho, cuando en 1953 mi actual editor -Emecé- me propuso publicar mis "obras completas", la única razón por la que acepté fue porque eso me permitiría mantener esos absurdos volúmenes suprimidos" (p. 230).

¿Por qué cambio Borges de estilo?, recuerdo que le pregunté a Napoleón. El me invitó a recordar esas líneas de Borges donde éste claramente indica que la solución al misterio es inferior al misterio mismo. La cita me iluminó en esa ocasión, pero el escozor se mantuvo. A mi regreso de Caracas, en 1998, aturdido por numerosos inconvenientes, busqué a otro borgiano, a Víctor Zerpa, un viejo amigo que tiene su casa llena de manuscritos con análisis de libros que no existen y que, ocasionalmente, ha estudiado detalles raros en las obras de Borges y de Lovecraft. Víctor, por suerte, conocía los ensayos repudiados de Borges y durante toda una tarde, una tarde como ésta, última, solitaria y tal vez final, me advirtió que Borges, para ser Borges, fue, en algún momento de su vida Johannes Becher, fue Cansinos Asséns, fue Walt Whitman, fue Thomas Browne, fue Thomas de Quincey, fue Shakespeare, fue Chesterton. Y, casi inevitablemente, dijo lo que yo quería escuchar: Borges también fue Alfonso Reyes. Al escuchar esto, en medio de un cuarto atestado de hojas, lápices y fotografías de novelistas menores, quise disimular mi alegría. Por alguna razón, me sentí de pronto reservado e intenso, como si hubiera obtenido la clave para comprender el mundo. En efecto, como lo dice Tennyson, si un comprende una flor comprende el universo, y yo, mareado y satisfecho, supe esa hora que el Borges de los ensayos iniciales fue, secretamente, Lugones, fue Quevedo, fue Macedonio Fernández y fue Cansinos Asséns y que en la década de los 30, la lectura y la charla de Alfonso Reyes lo cambió por completo. En una entrevista publicada en 1967, Borges dijo que "el estilo de Macedonio Fernández me perjudicó: ciertas manías de Macedonio. Procuró no hablar de la vida sino del vivir, no hablar del sueño sino del soñar, usar la palabra quehacer, continuamente, usar neologismos inútiles..." (César Fernández Moreno, Borges: Harto de los laberintos, Mundo Nuevo, Nro. 18, París, diciembre de 1967). De Macedonio obtuvo algo irremplazable: un método de pensamiento y de acercamiento directo a los grandes problemas del pensamiento, pero al mismo tiempo, cultivó una expresión brusca, audaz y menor que copiaba, que traducía, la entonación y los modos de expresión de Macedonio. Víctor, entre un cigarro y otro, no olvidó mencionarme que Rafael Cansinos Asséns, un autor español que tradujo Las Mil Y una Noches, todas las obras de Dostoievsky y todas las obras de Goethe, y que podía saludar a la noche en 17 idiomas, fue imitado por el Borges de los años 20. Animado por las vanguardias literarias de su tiempo, Borges, durante su estancia en Madrid, fue un asiduo del Café Colonial, donde iba a escuchar a Cansinos Asséns, a quien consideró siempre un maestro renovador de las letras castellanas. Cansinos Asséns, para hablar del Borges de esta época, dijo (La nueva literatura, vol. III: Los poetas, Madrid, 1927) que "Borges ha sabido asimilarse el nuevo espíritu fundiéndolo con el adquirido en su rancia cultura, sin hacer demasiado alarde de la novedad". Por desgracia, la influencia estilística de Cansinos no fue buena, pues Borges adquirió entonces un estilo que buscaba, como en la poesía que escribía entonces, la metáfora, el asombro lineal, y esa sensación, por desgracia, aniquila los textos. Se ha dicho que el defecto de Gracián consistía en que quiso hacer de cada línea un libro y destruyó la continuidad de los párrafos y, por lo mismo, de sus escritos. Stevenson, en un excelente texto, que demuestra lo que pretende imponer, escribió que en un buen texto las palabras siempre miran hacia el mismo lado. Pues bien: en el caso del primer Borges ensayista sentimos que los temas son prodigiosos, pero su exposición resulta interrumpida a causa de que cada frase quiere asombrar y no logra crear la convicción fulminante de la buena prosa, esa convicción que proporciona un autor cuando no hace usura del ritmo. En un rapto de humor, mi amigo comenzó a leerme un párrafo de "Sir Thomas Browne" (ensayo incluido en Inquisiciones). La risa y la confusión se apoderó de nosotros entonces porque Víctor leyó al Borges de los 20 con el tono de voz de sus últimos años. No soy bueno para imitar voces, por lo que me limito aquí a repetir lo que leímos:

"Laudar en firmes y bien trabadas palabras ese alto río de follaje que la primavera suelta en los viales o ese río de brisa que por los patios de septiembre discurre, es reconocer una dádiva y retribuir con devoción y cariño. Lamentadora gratitud son los trenos y esperanzada el madrigal, el salmo y la oda. Hasta la historia lo es, en su primordial acepción de romancero de proezas magnánimas...Yo he sentido regalo de belleza en la labor de Browne y quiero desquitarme, voceando glorias de su pluma..."

Sólo fue este año de 1999, centenario de Borges, que tuve la fortuna de encontrar una frase de la Busca de Averroes que dice que para estar libre de un error conviene haberlo profesado. No se puede leer eso impunemente. Borges, aunque tarde, supo que era irremediable que sus lectores terminaran por conocer esos primeros libros y no dudó en comentar que cada vez que veía alguien cometiendo los mismos errores (criollismo, una escritura que recurre al diccionario para asombrar, en fin) se alegra al pensar que ya había pasado y superado eso. De ahí que al seleccionar materiales para la edición francesa de La Pleiáde, rescató algunos de esos escritos iniciales y no pudo disimular su alegría por reconciliarse con el pasado.



 Ahora bien. Hace unos meses, en el viaje en avión a Bogotá, corto, pero sustantivo, quise entender cómo cambió el mexicano Reyes al argentino Borges. Lo primero que indagué fue en el origen de esa amistad entre ambos y me enteré de que hay tres versiones: la de la nieta de Reyes, la de Pedro Henríquez Ureña y la de Borges. Todas pueden, por desgracia, ser verdaderas. Todas pueden ser una sola. La de la nieta de Reyes señala que el abuelo conoció a Borges en España. La de Henríquez Ureña advierte que Borges y él solían hablar mucho de Reyes y que cuando éste llegó a la Argentina, la admiración ya había nacido. La versión de Borges, repetida en decenas de entrevistas y en artículos, es diferente. Al parecer, en 1924, Borges, que ya sabía del prestigio de Reyes en España, al publicar su poemario "Fervor de Buenos Aires" le envió con resignación un ejemplar al erudito. Tres años después, en 1927, Reyes fue designado Embajador de México en Argentina y, por supuesto, se instaló en Buenos Aires. Según Borges, acudió a verlo invitado por Victoria Ocampo, que ya para esas fechas comenzaba a deslastrarse de las convenciones sociales y asumía con valor la decisión de ser escritora. En una conversación con Osvaldo Ferrari, Borges precisa lo siguiente:

"Yo lo conocí en la quinta de Victoria Ocampo, que está, creo, en San Isidro. Lo conocí a Alfonso Reyes, y recordé enseguida a otro poeta mexicano; a Othón... Entonces, Alfonso Reyes me dijo que él había conocido a Othón, que Othón frecuentaba la casa de su padre, el general Reyes, que se hizo matar cuando la Revolución Mexicana. Una muerte bastante parecida a la de mi abuelo, Francisco Borges, que se hizo matar después de la capitulación de Mitre, en La Verde, en el año 1874. Alfonso Reyes me dijo que había visto muchas veces a Othón; entonces yo me quedé asombrado, porque uno piensa en los autores, y uno piensa en los libros; uno no piensa, bueno, que los autores de esos libros eran hombres, y que hubo gente que pudo conocerlos. Yo le dije: "Pero, cómo, ¿Usted lo conoció a Othón? Entonces Reyes dijo, inmediatamente, con la cita adecuada: que eran unos versos de Browning, y me dijo: "Ah, did you once see Shelley plain?... Desde aquel momento, nos hicimos amigos, y él me tomó en serio. Yo no estaba acostumbrado a ser tomado en serio. Creo que quizá sea un error tomarse en serio. Pero, en todo caso, eso error se ha difundido después; pero aquel tiempo era nuevo para mí...". Borges, tras estas palabras, recuerda los diálogos con Reyes, que fueron para él una continua lección de estilo:

"Nos hicimos amigos —además, ya nos unía el gran nombre de Browning, y aquella cita oportuna—, y él me invitó a comer (él me invitaba a comer todos los domingos) en la Embajada de México, en la calle Posadas. Y ahí estaba él, su mujer, su hijo y yo. Y hablábamos hasta bien entrada la noche... Hablábamos de literatura, preferentemente de literatura inglesa; y hablábamos también de Góngora. Yo no compartía, y no comparto del todo, el culto que él le profesaba a Góngora, pero sabía de memoria muchas composiciones de Góngora..."

Esta entrevista debe ser complementada con otra, que le hizo Waldemar Dante: "Solía almorzar con él (con Reyes) entre largas pláticas, y cuando yo le entregaba un poema que apenas era un primer borrador para otros borradores, en el que no había logrado decir nada, él lo adivinaba y me orientaba en lo que estaba tratando de decir, porque sabía que era mi inexperiencia en las letras la que bloqueaba mi capacidad de decir lo que pensaba". Me agrada pensar que Reyes, leyendo los poemas de Borges, llevó a éste a dejar de escribir versos y a escribir ensayos con mayor regularidad.

A esas conversaciones, a esa amistad, debemos varios cambios de Borges. Uno de ellos, apenas asomado por quienes deberían discutir el tema, es que se inicia en la lectura de Gilbert K. Chesterton. Reyes ya había traducido los mejores libros de Chesterton y no tiene nada de sorprendente que animase a Borges a leer a este autor que tantas afinidades tenía con Stevenson. Otra consecuencia de estas charlas está declarada en una entrevista: "él me enseñó muchas cosas, ...y muchísimas cosas, sí". En otro lugar señala: "Pienso en Reyes como en el mejor estilista de la prosa española de este siglo; con él he aprendido mucho sobre simplicidad y manera directa de escribir". Hay algo más, algo que suele ignorarse: la relación epistolar que mantuvieron Borges y Reyes. En una de las numerosas misivas, Borges le dice: "Nunca olvido, ni nuestras charlas con Henríquez Ureña, ni lo que he gozado y aprendido en sus libros..." En un ensayo titulado "El primer hombre de letras de nuestra América" Borges escribió que Reyes era un arquetipo del hombre de letras: "He conocido la dicha de conversar con Alfonso Reyes; hoy me consuela de la privación de ese diálogo el trato de sus libros..." En otro ensayo, que lleva por título "Alfonso Reyes", Borges indica que "la memoria de Alfonso Reyes... era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretos y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad. Esto se advertía, asimismo, en sus diálogos..."

Sería imposible citar aquí todas las menciones que hay en la obra de Borges de Reyes o viceversa, pero hay cuatro cosas que no puedo pasar por alto. Una de ellas es que Reyes, al comentar los libros de Borges, dijo, y esto debe leerse con atención, que "en la prosa, cuando opera con su propio estilo, sin caricatura costumbrista, huye de la frase hecha". Otro hecho sorprendente es este: el único autor vivo que Borges quiso que recibiera el Nóbel fue Reyes, y trató de recoger firmas, pero ni en Buenos Aires ni en México hubo escritores dispuestos a sumarse a la causa. Como valioso indicio de esta amistad, voy a citar la respuesta que dio Borges a un periodista que le preguntó sobre qué escritor le hubiera gustado ser de no ser él mismo. Sin un asomo de duda, sin mezquindad, sin temor, dijo: "Me gustaría haber sido Alfonso Reyes" (Enrique Loubet, Jorge Luis Borges: Desde la penumbra, Excélsior, 20 de abril de 1971, México). La cuarta cuestión la da el poema que Borges dedicó a Reyes, donde permite descifrar lo que le debe al elogiar sus virtudes principales. El poema dice:

"El vago azar o las precisas leyes]
que rigen este sueño, el universo,
me permitieron compartir un terso
trecho del curso con Alfonso Reyes.

Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno.

Si la memoria le clavó su flecha
alguna vez, labró con el violento
metal del arma el numerosos y lento
alejandrino o la afligida endecha.

En los trabajos lo asistió la humana
esperanza y fue lumbre de su vida
dar con el verso que ya no se olvida
y renovar la prosa castellana.

Más allá del Myo Cid de paso tardo
y de la grey que aspira a ser oscura,
rastreaba la fugaz literatura
hasta los arrabales del lunfardo.

En los cinco jardines del Marino
se demoró, pero algo en él había
inmortal y esencial que prefería
el arduo estudio y el deber divino.

Prefirió, mejor dicho, los jardines
de la meditación, donde Porfirio
erigió ante las sombras y el delirio
el árbol del Principio y de los Fines.

Reyes, la indescifrable providencia
que administra lo pródigo y lo parco
nos dio a los unos el sector o el arco,
pero a ti la total circunferencia.

Lo dichoso buscabas o lo triste
que ocultan frontispicios y renombres;
como el dios del Erígena, quisiste
ser nadie para ser todos los hombres.

Vastos y delicados esplendores
logró tu estilo, esa precisa rosa,
y a las guerras de Dios tornó gozosa
la sangre militar de tus mayores.

¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
¿Contemplará con el horror de Edipo
ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
inmóvil de la Cara o de la Mano?

¿O errará, como Swedenborg quería,
por un orbe más vívido y complejo
que el terrenal, que es apenas un reflejo
de aquella alta y celeste algarabía?

Si (como los imperios de la laca
y del ébano enseñan) la memoria
labra su íntimo Edén, ya hay en la gloria
otro México y otro Cuernavaca.

Sabe Dios los colores que la suerte
propone al hombre más allá del día;
yo ando por estas calles. Todavía
muy poco se me alcanza de la muerte.

Sólo una cosa sé. Que Alfonso Reyes
(dondequiera que el mar lo haya arrojado)
se aplicará dichoso y desvelado
al otro enigma y a las otras leyes.

Al impar tributemos, al diverso
las palmas y el clamor de la victoria;
no profane mi lágrima este verso
que nuestro amor inscribe a su memoria".

Contaba Octavio Paz que una vez Bioy Casares le dijo que Borges y él, cuando querían saber si un texto estaba bien escrito, lo leían imitando la voz de Alfonso Reyes. Acaso ese deseo de leer a Reyes con su propio acento, y esta la conjetura con la que culmino, comenzó en los años en que Borges conoció al mexicano. Acaso esa lección de pausa e ironía que distinguían el hablar de Reyes, hizo que Borges renegara de cánones basados en azares fonéticos o en meras destrezas metafóricas para buscar un estilo sutil, de vastos y delicados esplendores.

Noviembre, 1999

[texto modificado: 27/09/2001]

(*) Conferencia dictada en la Facultad de Humanidades y Educación (Universidad de los Andes) en noviembre de 1999.
Fernando Báez. Asesor de Medios del Rector de la Universidad de Los Andes. Autor de "Alejado" y "El Tractatus Coislinianus".

Fuente : Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
Fernando Báez

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