jueves, 21 de octubre de 2010

Palabras de Borges ante la tumba de Macedonio Fernández


Macedonio Fernández, 1874-1952

Un filósofo, un poeta y un novelista mueren en Macedonio Fernández, y esos términos, aplicados a él, recobran un sentido que no suelen tener en esta república.

Filósofo es, entre nosotros, el hombre versado en la historia de la filosofía, en la cronología de los debates y en las bifurcaciones de las escuelas; poeta es el hombre que ha aprendido las reglas de la métrica (o que las infringe, ostentosamente) y que sabe, también, que puede versificar su melancolía, pero no su envidia o su gula, aunque tales pasiones sean fundamentales en él; novelista es el artesano que nos propone cuatro o cinco personas (cuatro o cinco nombres) y los hace convivir, dormir, despertarse, almorzar y tomar el té hasta llenar el número exigido de páginas. A Macedonio, en cambio, como a los hindúes, las circunstancias y las fechas de la filosofía: no le importaron, pero si la filosofía. Fue filósofo, porque anhelaba saber quiénes somos (si es que alguien somos) y qué o quién es el universo. Fue poeta, porque sintió que la poesía es el procedimiento más fiel para transcribir la realidad. Macedonio, pienso, pudo haber escrito un Quijote cuyo protagonista diera con aventuras reales más portentosas que las que le prometieron sus libros. Fue novelista, porque sintió que cada yo es único, como lo es cada rostro, aunque razones metafísicas lo indujeron a negar el yo. Metafísicas o de índole emocional, porque he sospechado que negó el yo para ocultarlo de la muerte, para que, no existiendo, fuera inaccesible a la muerte.

Toda su vida, Macedonio, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me dicen) en las últimas horas, en que halló su coraje y la esperó con tranquila curiosidad.

Intimos amigos de Macedonio fueron José Ingenieros, Ignacio del Mazo, Carlos Mendiondo, Julio Molina Vedia, Arturo Múscari y mi padre; hacia 1921, de vuelta de Suiza y de España, heredé esa amistad. La República Argentina me pareció un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura, pero hablé un par de veces con Macedonio y comprendí que ese hombre gris que, en una mediocre pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera Tales de Mileto o Parménides, podía reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de Europa. Yo pasaba los días leyendo a Mauthner o elaborando áridos y avaros poemas de la secta, de la equivocación, ultraísta; la certidumbre de que el sábado, en una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o qué ilusión es el yo, bastaba, lo recuerdo muy bien, para justificar las semanas. En el decurso de una vida ya larga, no hubo conversación que me impresionara como la de Macedonio Fernández, y he conocido a Alberto Gerchunoff y a Rafael Cansinos Assens. Se habla de la irreverencia de Macedonio. Este pensaba que la plenitud del ser esta aquí, ahora, en cada individuo, venerar lo lejano le parecía desdeñar o ignorar la divinidad inmediata; de ese recelo procedieron sus burlas contra viejas cosas ilustres.



Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble.

Las mejores posibilidades de lo argentino —la lucidez, la modestia, la cortesía, la íntima pasión, la amistad genial— se realizaron en Macedonio Fernández, acaso con mayor plenitud que en otros contemporáneos famosos. Macedonio era criollo, con naturalidad y aun con inocencia, y precisamente por serlo, pudo bromear (como Estanislao del Campo, a quien tanto quería) sobre el gaucho y decir que éste era un entretenimiento para los caballos de las estancias.

Antes de ser escritas, las bromas y las especulaciones de Macedonio fueron orales. Yo he conocido la dicha de verlas surgir, al azar del diálogo, con una espontaneidad que acaso no guardan en la página escrita.

Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color; entiendo que el epíteto genial, por lo que afirma y lo que excluye, es quizá el más preciso que puede hallarse. Macedonio perdurara en su obra y como centro de una cariñosa mitología. Una de las felicidades de mi vida es haber sido amigo de Macedonio, es haberlo visto vivir.

Marzo-abril de 1952

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